lunes, 26 de julio de 2010

DESPIERTA!


No cierres los ojos; cuando los abras, todo seguirá ahí, en el mismo sitio.

No te tapes los oídos; cuando los destapes, seguirás oyendo lo mismo; como siempre.

No cierres la boca; más tarde o más temprano tendrás que volver a abrirla. Y cuanto más tardes en hacerlo, mayor será la brusquedad con que lo hagas.

No te quedes quieto; o cuando vuelvas a moverte, te dolerá todo el cuerpo.

No te duermas; o cuando despiertes, tendrás que empezar de nuevo.

Por contra...

Abre los ojos; mira al frente. Con los oídos en guardia.

Si tienes que decir algo, dilo. Y si cierras la boca, que sea porque no tienes nada que decir.

Y avanza; siempre hacia delante; con fuerza. Cuanto más largo sea el camino, mayor será la recompensa.

Pero nunca pienses en el fin del camino; tan sólo avanza.

No pienses en el fin del camino, pues no lo hay.

sábado, 3 de julio de 2010

EL OTRO LADO


Estoy en mi habitación. En mi dormitorio; bueno, en el dormitorio de mis padres.
Tengo 8 o 9 años. O 10 o 12, no sé, no recuerdo. Pero soy pequeño. Y estoy allí, sólo, jugando con un camión de plástico.
Estoy frente a la ventana. No una ventana exactamente, sino una puerta corredera de aluminio que da al balcón.
Estoy sentado en el suelo, con una mano apoyada en el suelo y la otra en el camión. Es rojo, creo. Yo al menos lo recuerdo rojo.
La persiana está echada hasta abajo, pero no por completo. Muestra esos agujeritos por donde entra la luz. Parecen ojos. Y parece que me observan.
Creo que no soy el único al que le pasa esto. Ya lo he oído antes. Y en verdad resulta inquietante.
Casi puedo decir que me dan miedo esas decenas de ojos vigilándome. Y el caso es que a la vez me atraen, quiero mirarlos. Y lo hago.
Los miro fijamente. Y su mirada me atrapa. No puedo dejar de mirarlos. Estoy paralizado. Quiero desviar la vista, pero no puedo. Es muy extraño.
Me empiezo a sentir mareado. Quiero irme de allí. ¡Pero no puedo!
Estoy pegado al suelo. Al menos mi cuerpo; pues lo que soy YO, me estoy yendo de mi cuerpo. Y voy hacia la ventana; hacia la persiana, claro.
Abandono mi cuerpo contra mi voluntad y me acerco lenta y pesadamente hacia aquellos ojos que me llaman. No quiero ir, pero a la vez creo que no quiero resistirme. O no puedo, no lo sé.
Me mareo... me voy... pierdo el conocimiento...
Vuelvo en mi. Sigo allí, en mi habitación, sentado en el suelo, con mi camión de plástico. Parece que no haya pasado nada... pero no es verdad.
Algo ha cambiado. No estoy seguro de el qué. Pero no todo es igual. Y no me refiero a lo que me rodea, a mi habitación; eso está exactamente igual.
No sé. Creo que soy yo. Me noto distinto. Cansado. Adormilado. Sin ganas de nada. O mejor dicho; con ganas de nada. Eso es, tengo ganas de nada.
Y es que no estoy en el mismo sitio. En mi habitación, sí, pero no en el mismo sitio. No, estoy en el otro lado.
Supongo que no tendría por qué saberlo, pero lo sé: he pasado al otro lado.
Y no me siento bien; ni mal. No me siento siquiera. Me da igual. Que más da. Allí estoy. Nada más... Al otro lado...
Y a día de hoy, allí sigo; no en mi dormitorio; no en el de mis padres, quiero decir. Pero sí en el otro lado.
A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si no hubiera cruzado la persiana.
A veces incluso, ahora en mi propio dormitorio, mientras cojo el sueño, por la noche, observo mi persiana. Observo la luz que pasa por los agujeritos... Y sólo son eso: agujeritos. Nada más. No siento nada cuando los miro. No sé por qué debería sentir algo, ¿verdad? ¡Que tontería!
Y bueno, aquí sigo. Sin más. Es lo que me ha tocado y supongo que así es como tiene que ser.
¡Qué más da! ¿Verdad? Qué más da.